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DECLARACION DEL ARTISTA

 

 

Mi trabajo es un choque vibrante entre el caos y la claridad, un diálogo visual entre los mundos que habito: Venezuela, donde nací bajo un cielo cargado de historia y calor, y los Estados Unidos, donde me despojé de mi vieja piel para convertirme en artista. Es una danza inquieta de identidades, un caleidoscopio de raíces y reinvención, donde cada pincelada es a la vez un recuerdo y una provocación.

 

Crecí en medio de las discusiones apasionadas de mis padres sobre ciencia, comportamiento humano y los frágiles engranajes de la existencia. Así aprendí a ver el arte como una especie de alquimia—no para reparar lo que está roto en un sentido literal, sino para replantear los pedazos fracturados, absurdos y radiantes de la vida a través de un lente que te reta a mirar dos veces. Me formé con la energía cruda y sin disculpas de postmodernistas como Jean-Michel Basquiat, cuyas líneas quebradas laten con rebeldía; las capas intrincadas, casi arqueológicas, de Robert Rauschenberg, que me enseñaron a desenterrar significado de lo descartado; y el espíritu feroz y salvaje de Oswaldo Vigas, cuyo trabajo resuena con los cantos primarios de América Latina. Sus influencias se tejen en mis manos, entrelazando memoria, mito y una ironía afilada en tapices de color y forma que se niegan a quedarse quietos.

 

Mi herencia venezolana es el latido que lo sostiene todo: un pulso profundo y resonante de ecos precolombinos, historias familiares y los rituales tercos de la tierra. En mis primeras pinturas, figuras con uniformes desfilaban por el lienzo—soldados, escolares, curas—mezclando los tonos vivos de las tradiciones populares latinas con un comentario juguetón pero punzante sobre el poder y la pertenencia. Esas obras eran cartas de amor a una infancia pasada viendo al mundo discutir consigo mismo, empapada en los ritmos de una cultura que se ríe en la cara de sus propias cicatrices. Mientras he tallado una vida entre dos continentes, mi arte se ha convertido en un puente—no uno pasivo, sino una estructura viva y oscilante que refleja tanto los abismos como los lazos inesperados de la experiencia humana.

 

Cada pieza que creo es una negociación, un tire y afloje entre lo visceral y lo cerebral, lo ancestral y lo extraño. Apilo texturas como un cuentacuentos que amontona fábulas unas sobre otras: superficies ásperas que susurran sobre las calles de Caracas, salpicaduras de color que recuerdan al indomable mar Caribe, y formas que se retuercen como los mitos que mi abuela hilaba. Es una conversación que no busca resolución, sino que prospera en la tensión, invitando a quienes miran a meterse en el lío, a encontrar su propio equilibrio en medio del barullo de mis dos mundos. Esta es mi práctica: no un retiro silencioso, sino una celebración audaz y desordenada de los hilos que nos unen—y los que nos atrevemos a deshilachar.

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